27.4.06

"vene 1"

"vene 2"
Fotomontaje por J.A. Monge

26.4.06

Last minute

Despues de dos horas y media sin saber que rayos hacer, de dibujar, acostarme, bocetear... Me salio lo que queria mas o menos para el autoretrato surrealista de ARTE3402. Le pase una mano por encima, fui y lo entregue. Ya sali de eso.
Autoreatrato escuchando 'Modest Mouse'
18-por-24
lapiz, plumilla y marcador
J.A. Monge

25.4.06

In case of fire, use stairway.


Fotografia por J.A. Monge

Part of a possible "piso[dos]" series...making it I guess "piso[dos]001"

FILO3003 [5.5-7.0]

And when the mind doesn't necessarily venture through the words of Ryle, Leibniz, Descartes and Aristotle, there has to be something else to keep the mind busy....























"sashumi"















"fig.1 train of though de-railment and destruction"














"6:25pm"

17.4.06

do not smoke while taking this medication


Fotografia por J.A. Monge

Still needs to be fixed a bit, but wanted to upload quickly.

8.4.06

Ventistrawberrycreamfrappuccino for Lyri!

and then we went walking...
































Fotografia por J. A. Monge

piso[seis] (2005)


.001


.002


.003

Fotografia por J. A. Monge

5.4.06

Un asientito, un asientito. (o la invasion a la guagua T-15) (Marzo 2006)

Como decía Murphy, todo lo que puede salir mal, saldrá mal. Terminando la monografía de Educación Física sobre Konstantin Vas Dϋßussentenklinoff y su aportación al ping-pong de mesa para las Olimpiadas Especiales del 1967, Ángel decidió guardar su trabajo en su USB 2.0 Mini Drive, pero el mensaje de error le advirtió que no había espacio suficiente.

-¡Puñeta!
-¡SHHHHhhhhhhh!
(Porque al no tener computadora, estaba en una biblioteca bicentenaria con tres computadoras amarillentas que sólo tenían Wordpad y Minesweeper, y la única debilidad de la Super-Bibliotecaria Teresa era el sonido y las malas palabras. Además, ya era hora de comprarse uno nuevo, y de una vez se compraba par de DVD’s para que Ronnier le bajara par de pornos, bendito, porque sin computadora y sin carro, lo que le quedaba eran las pornos.)

Por eso, que sin carro, decidió aprovechar que las guaguas no habían subido todavía y seguían al precio bajo de $4.50 por viaje. Como siempre, no tuvo que esperar mucho, ya que regularon el servicio y ahora sólo tendría que esperar una hora y media en vez de las cuatro horas que solía esperar. También remodelaron las guaguas, ahora eran más espaciosas; quitaron asientos y pusieron más anuncios de Dentyne Ice y maquinitas de Pepsi.

Después de ver pasar bajo el sol (porque los asientos con sombra los tenía ocupados una señora con rolos y mil bolsas de Capriladefensaraverainbow-walgreenspepeganga) las guaguas M-3, A-12, H-4, WW-2, M-3, S-666, M-3 (de nuevo), D-2, A-quependejotevesesperando, llegó la T-15 y para sorpresa de Ángel, iba vaciíta. Luego de darle los buenos días al chofer por estar de tan buen humor, escogió uno de los asientos del frente. Estaba friíto y cómodo. Tan cómodo que como sabía que faltaba mucho para llegar a la tienda, se echó una siestesita.

Cuando despertó con un jamacón del guaguón, estaba rodeado de un poco más de gente, un poco más avanzados en edad que él, y una muchacha escuchando su i-Pod. Al parar entraron dos viejitos, de lo más bellos ellos, agarraditos de las manos ellos, ayudándose a subir. Mostrando sus identificaciones de descuento como medallas bélicas, comenzaron su marcha pero los interrumpió el chofer:

- Un asientito mi gente, un asientito para esta bella quinceañera y su pretendiente. (Una risa a medias, otra sin dientes.)

i-Pod Girl y Ángel se miraron a los ojos… un duelo de 5 segundos…



Ella le torció los ojos y miró por la ventana con una sonrisa malvada.

- Fucking bitch….

Pensó él, y cortándole el cuello, arrancándole el pelo, sacándole los ojos y apuñalándola con la mirada se movió unas cuantas filas atrás.

Próxima parada: más viejitos, más rosarios, más bastones. A los jóvenes poco a poco los fueron desplazando, y sin darse cuenta los quinceañeros honorarios (cortesía del maravilloso e ingenioso chofer) ocupaban ya la mitad de la guagua. No se veía nada hacia el frente, sólo se escuchaba el asientito por favor, asientito por favor si son tan amables del chofer-boy-scout frustrado. Dos paradas más: ya habían ocupado tres cuartas partes de la guagua. Ahora los jóvenes estaban todos parados, unos entre y sobre otros, pegados al panel de formica que dividía el motor de los asientos. Empezó el calor, la confusión y ahora Ángel sólo veía mochilas, nalgas, mahones, moños, ni el techo veía, ni el tubo de agarrarse ni mucho menos el cordoncito que hacía tin y te pedía la parada. Gemidos y quejidos, un asientito, y más quejidos. Las mujeres se sobaban el pelo por el calor, se habían hecho de pantalones largos mini faldas y los hombres se quitaban las camisas que se amarraban como bandanas a la cabeza. Si el infierno fuera un video de reggaeton, estaba ahora pagando por todos sus pecados.

El calor y el olor a Vics y a crema Maslac eran ya insoportables, y al ritmo de un asientito, un asientito i-Pod Girl no tuvo otra opción que colgarse de uno de los tubos de mano con sus audífonos y quitarse la vida. Desesperados, muchos optaron por romper las ventanas y pasar a través de los vidrios rotos al exterior. Oscuro, confusión, sólo se escuchaba el crujir de cristales, gemidos. Mientras todos sudaban, apestaban, sangraban y desmayaban pegados al fondo de la guagua, los viejitos, añoñados por su gran anfitrión y chofer, vestían de gala: los hombres con cola de pingüino, las mujeres con trajes negros a lo 1920 y perlas blancas mientras su excelentísimo chofer (con traje de azafata de primera clase) iba por todos los asientos ofreciendo finger sándwiches, galletitas Melba con creamcheese y salmón; habanos para los hombres, Chardonnay para las mujeres.

De pronto se sintió un cambio en temperatura. Una mujer encontró, cerca del alfombrado debajo del último asiento, una puerta con más espacio, e invitó a todos a escapar. Un patito (o para caer bien, un homosexualito, porque realmente, era flaquito y bajito) se contentó muchito y aplaudiendo tres veces con las yemas de los dedos y sonriendo, la felicitó como sólo él podía y sabía hacerlo:

-¡¡¡EEELLLAAAAAAAA!!!

Ya todos los exiliados, habiendo pasado por la puerta secreta, tuvieron que detenerse un momento, asombrados, sin palabras. Frente a ellos se revelaba un enorme complejo de proporciones bíblicas, toráhnicas, coránicas. Estaban todos en la cima de una gran escalera metálica que en espiral bajaba cientos de pies, quién sabe si más. El olor a azufre lo abrumaba todo, el calor era insoportable, era infernal, era Dante, era un mundo que hacía funcionar al gran motor que flotaba sobre todo, en el centro, y al cual se conectaban miles de calderas donde 10 hombres (¿eran hombres?) echaban carbón y madera al fuego. Estaban ya tan negros, tan quemados, que eran realmente irreconocibles. Repentina y violentamente la escalera se movió (era eléctrica) y los transportó hasta el fondo de las calderas, y muchos fueron llevados por brazos mecánicos gigantes que no parecían tener inicio. Mujeres gritaban, hombres lloraban, golpeaban los brazos de metal mientras el motor de la guagua T-15 capturaba más almas para que lo alimentaran.

El patito, la mujer y Ángel se escondieron detrás del cuerpo desmayado de uno de los exiliados y vieron cómo, en lo más alto, familias enteras vivían prisioneras al ritmo del motor gigante que como un tambor sonaba donDONdondonDONdondon; cómo no tenían ojos sino placas de metal con unos números y símbolos que ninguno de los tres pudo descifrar. Hileras e hileras de viviendas (¿cárceles?) rodeaban el motor, el núcleo, y se perdían en todas direcciones.

Encontraron un hueco en una pared cercana, una entrada oscura, y la mujer prendió su celular con linterna integrada para ver. Cientos de esqueletos humanos, todos contorsionados, desfigurados, separados en sus muchas partes (algunos aguantándose las cabezas y los rostros) forraban las paredes y el techo de la cueva. Entre un fémur y una cadera, Ángel logró percibir un pequeño escape de luz. La mujer y el patito lo siguieron e intentaron abrir el hueco. El amontonamiento de huesos cedió, hubo polvo y la cueva se llenó de luz. Para la gran sorpresa de los tres la luz venía de la carretera; estaban cerca de una de las ruedas de atrás de la T-15. Miraban fijamente el asfalto mientras rodaba debajo de ellos, se movía a la izquierda, rodaba con más velocidad, deceleraba, se movía para la izquierda…y esperaban… Cuando finalmente sintieron que la T-15 deceleró por completo y paró, no lo pensaron dos veces y a la cuenta de tres uno a uno se tiraron por el hueco y rodaron debajo de la guagua hasta salir de debajo de ella.

Los carros detrás de la T-15 frenaron, bocinearon, maldijeron, esquivaron, chocaron, siguieron. Los peatones en la acera miraron con asombro como un autobús era capaz de cagar a tres seres humanos. Sediento, Ángel cojeó con dificultad hasta la acera, hasta un banco donde podía sentarse y limpiarse toda la grasa y el sudor. Ya con su respiración estable, vio como se alejaba la T-15, ahora con cortinas en las ventanas, que hechadas para un lado mostraban a los invasores sentados en una larga mesa, mientras que a su cabeza el chofer (con una gorra que decía Vietnam Veteran) dirigía el primer juego de Bingo sobre ruedas. Muy emocionado y sin dirigir la guagua, que ahora se movía sola, le daba vuelta a la tómbola y sacaba un numerito.

Ángel se levantó, miró sus alrededores con pánico y reconociendo dónde estaba, no tuvo otra opción que volverse a sentar, apretar los puños contra su frente y cerrar los ojos.

-¡MIERDA!

De Fe, sushi y demencia. (2005)

Bienvenido a la demencia. Abróchate el cinturón si crees que existe algo más poderoso y grande que tú. Ya aquí se dejó de creer en eso, o quizás fue que se han olvidado de nosotros.

No acostumbraba llegar tarde a las reuniones, pero la llamada llegó a última hora. Usualmente no hacía citas con menos de dos días de anticipación, pero este nuevo cliente ofrecía dinero en grande. Se echó un último vistazo en el espejo de su cuarto que a la vez era comedor-baño-cocina. El reflejo de sus cejas recién acicaladas y su lunar negro en su mejilla derecha fue interrumpido momentáneamente por una gota y luego un chorro de agua que cayó de la bombilla que colgaba de una cadena justo sobre el espejo. Paró el vaivén de la bombilla con su mano, se quemó los dedos y maldijo. Tres segundos después la bombilla burbujeó y se apagó con una pequeña combustión.

Realmente no le importaba no parecerse en nada a la foto en su anuncio de negocios.

Marcos. Escolta masculina. 100% seguridad garantizada. Atlético. Latino. 6’2’’ 30 cintura. Foto actualizada. Llamar con anticipación.

Bajó apresuradamente las escaleras de su apartamento que lo llevarían a perderse en las calles frías de una ajetreada ciudad a finales de enero y corrió a la estación para tomar el próximo tren.

No somos muchos los que tomamos el tren a estas horas, las horas muertas, las horas en que el doctor-maestro-abogado-universitario duerme; medianoche, dos, tres, cuatro y cuarto. Estas son las horas en las que salimos a jugar, a empezar o terminar el día. Detrás de mi se sienta un guardia de seguridad; seguramente ahora entre al turno de las dos de la mañana. Parece ser el tipo de persona que dejaría, confiado, a su esposa durmiendo, quien no esperaría a que su esposo doble la esquina para llamar al hermano de éste para que esta noche la visite y le haga un favorcito...o dos...o tres. A su lado una muchacha demasiado joven, embarazada, de seguro sale de trabajar del cafetín noctámbulo más cercano. El destino quizás la hará toparse al regresar a su hogar con su suegra desmayada o quizás infartada luego de enterarse de la sobredosis que le privaría de la vida al padre de su nieto aún sin nacer a las 1:36:29a.m. en la sala de espera de un hospital vacío, frío, blanco. Tres filas más alante se sienta Pedro, o así lee la identificación ovalada en su uniforme gris de conserje. Viaja con sus manos sucias, viejas y ajuanetadas, que si pudiesen dibujarían cuadros de alfombras y butacas manchadas, condones, diafragmas y mesas con cucharas quemadas, agujas y residuos de finos gránulos blancos.

Éstos y todos los demás que ves aquí somos los que hemos perdido la fe en la raza humana y en todo aquello que se puede llamar una fuerza sobrenatural. Estamos todos aquí, vagón 98745 ruta M-17, tarifa $2.00; la mesera, el guardia, el conserje, la bibliotecaria, el vendedor ambulante...el puto.

El trastornante chillido metálico anunciaba que el tren pronto caería en reposo, y la voz ronca del operador del vagón recitó la próxima parada: Vagalia y Washington. Julio, (su nombre verdadero, ya que Marcos era su nombre profesional) salió del vagón y caminó por el andén con un único aire de supremacía, como si todo lo pudiese vencer. Quien lo hubiese visto esa noche diría que tenía el mundo a sus pies, precisamente sin saber los demonios que lo atormentan.

Se dio a la tarea de buscar el número 742 de la calle Demia. Es en este restaurante de pescado en pleno estado de putrefacción donde haría la entrevista inicial para luego trabajar con su cliente. El porqué escoger un sushi-bar como SUSHI-O en un barrio tan caliente como ése y a esas horas como punto de encuentro todavía le trabajaba por dentro. Muchas veces tuvo encontronazos con la policía o sorpresas desagradables que más de una vez lo hicieron despertar en una cama de hospital con uno o dos dientes menos. Su miedo era intenso y el frío que llevaba en su corazón más aún. Pero no era hora de ser Julio, el niño asustado que lloró a lágrima viva la muerte de su madre en brazos de sus nuevos padres sustitutos. Su nombre ahora era Marcos, escolta internacional, “dura y rinde”, la leyenda viviente. Y nada lo podía detener.

La voz en el teléfono de un hombre americano o quizás británico le había advertido llegar al restaurante completamente desarmado. Un cliente muy especial, según le aseguró el caballero de apellido Mackenzie, llevaba meses buscando a un chico como él. No se especificó en ningún momento el género de dicho cliente, ya que una de las fallas del idioma inglés es su censura a los géneros cuando se trata del sustantivo. A very important client muy bien podía ser una exitosa mujer de negocios, casada y cuarentona o un joven cosmopolita, apenas cumplido sus veinticuatro, con ansias de exploración. Realmente le daba igual negociarse a un hombre o una mujer.

La ventaja del hombre es que no gime y grita tanto como una mujer, acaba rápido y no se sobrecoge de emoción por uno; el trabajo se hace más placentero. La mujer, por otro lado, te pagará más porque querrá que la abrases cuando termines con ella.

Su muñequera-reloj negra y plata alertaba que estaba ya nueve minutos tarde para encontrarse con Mackenzie. Finalmente, entre un antiguo almacén privado en plena destrucción y una logia masónica clausurada resplandecía y chillaba una luz neón verde, naranja y amarilla. Tomó el que sería el respiro más grande que jamás tomó y haló por el frío mango dorado de cabeza de dragón la pesada puerta de madera oscura y tallada que protegía la entrada al SUSHI-O.

La primera bofetada que sintió fue la del fuerte olor a sangre de pescado. La segunda, ésta a nivel ocular, fue la penumbra en que se encontraba el restaurante. Tres filas de diez mesas estaban alumbradas por lámparas rojas de papel que colgaban casi mágicamente del alto techo de madera. A la izquierda, una pequeña barra, donde un agobiado anciano de porte oriental y largos bigotes blancos ahogaba sus penas mientras el barman limpiaba con fervor la mesa, sutilmente insinuándole que ya era hora de irse. Detrás de ésta se encontraban iluminados por una tenue luz azul botellas de todos los tamaños y formas, con licores exóticos y etiquetas en idiomas y caracteres indescifrables.

Una mujer con la cara grotescamente teñida de blanco, nariz ancha y pómulos acentuados, su pelo fuertemente amarrado a la parte de atrás de su cabeza y kimono rojo-dorado sobre su blusa y mahones, traía una bandeja hirviendo de camarones y vegetales desde la cocina, dejando a su paso una cola de vapor blanco. Como una ofrenda, deja los platos sobre una de las mesas para ser devorados por dos obesos turistas de pelo negro. Esa era la única mesa habitada en el restaurante a esta hora... esa, y la del señor Mackenzie.

Inmediatamente después de sentarse frente al caballero vestido de pantalón blanco y camisa floral gris fue bienvenido con una taza de sake humeante. Si su paranoia y desconfianza no hubiesen sido tan agudas en ese momento, hubiese pensado que era un bonito y cordial gesto de su parte. Desde pequeño ha tenido esta idea de que el mundo entero conspira para matarlo. Una mesera, esta vez de cabello rojo, su cara igual de blanca que la que lo recibió en la puerta pero con sus poros más abiertos les ofrece un aperitivo. Marcos muestra muy poco interés. Mackenzie por otro lado insiste y acto seguido ordena el salmón fresco con arroz y salsa dulce. Marcos se estrilla los dedos y evita la mirada de Mackenzie. Mackenzie sonríe estúpidamente, se reclina en su silla, pita dos veces y lo mira a los ojos.

Este tipo es uno de los que piensa que si se accede a una entrevista se debe aceptar todo lo que se ofrece. No le debo nada, no me estoy muriendo de hambre. Además, si me conociese bien sabría que no como en sitios que no conozco ni mucho menos con gente que no conozco. No sería la primera vez que intentan envenenarme, no sé que sacan con eso, no se por qué lo hacen. No se qué quiere aparentar este gringo ante mí y ante todos. Puede engañar a todos pidiendo platos finos pero a leguas se le ve la costura. Su reloj es claramente una imitación y el sonido del segundero ya está volviéndome loco; un reloj suizo auténtico es totalmente silencioso.

Es como la gran mayoría en esta ciudad, viviendo para aparentar. Es una enfermedad, una condición que llega a nivel comercial. Vale la pena sólo mirar a las meseras en este restaurante, sus kimonos rojos, su maquillaje, su colorete, su falso acento… ni una de ellas es oriental. Que obsesión con recrear algo tan ajeno y tan distante del cual no se sabe absolutamente nada, excepto lo que vemos en animes y en kung-fu flicks. Son falsas, como esta maldita ciudad, la gran metrópolis, la súper ciudad…su seno ya cansado, viejo, corrupto, sucio.

Mackenzie ofrecía unas cifras de dinero con las que Marcos jamás se había topado. Su cliente en cambio sólo pedía una noche entera con él antes de partir en un largo viaje. Recalcó esta vez que llevaba tiempo buscándolo y tendría que acceder para que fuese al fin feliz. Prometió que no se arrepentiría, y le exhortaba a no rechazar esta oferta.

A todos nos gusta prometer. Prometemos desde chicos y es desde chicos que aprendemos a romper estas promesas. Mackenzie promete que no me arrepentiré. Promesas al fin… como las que se hacen antes de trabajar, “si estoy limpio, no hay porque usar condón….me saldré antes” mientras enseño mis resultados negativos falsos. Promesas, como la de un padre que abandona a su hijo y a la madre de éste al borde de la demencia y el alcoholismo crónico y enfermizo y dice que muy pronto volverá. La promesa de un padre a su hijo escrita en una carta con matasello sudafricano que ofrece buscarlo, y recorrer el mundo con él, dice que todo estará bien, que pronto lo rescatará de las garras de su madre desquiciada. Es por promesas como las de mi padre que esta nueva raza de humanos no alberga espacio para ellas. Por eso es difícil creer en ellas, aún vengan del mismísimo Dios. Por eso es tan fácil romperlas.

El acuerdo entonces consistió en pagarle en ese momento la mitad del dinero y luego la otra mitad al terminar con el cliente. Mackenzie accedió, aunque un poco titubeante y salieron del establecimiento para abordar un auto largo, negro y lujoso estacionado frente a la entrada del SUSHI-O que lo llevaría a conocer a su very important client. El camino fue decorado de paisajes citadinos oscuros y borrosos por la lluvia y la velocidad y la música de Frank Sinatra a principios de su carrera de fondo.

El auto se aproximó lentamente al edificio B de un complejo de vivienda en el suburbio de la ciudad. Frente al edificio se encontraban estacionados alrededor de diez autos, todos iguales al que transportaba a Marcos en ese momento. Con extrañeza y miedo disimulado cierra la puerta del pasajero al bajarse y se dirige, según las instrucciones de Mackenzie, al apartamento 54 en el quinto piso.

Me tiene pinta de bichote éste, pero de los grandes. Dos hombres engabanados, con una ancha banda gris en su brazo izquierdo, gafas oscuras y auricular que cuelga hasta uno de sus bolsillos de su traje hacen guardia de pie en la puerta del 54. “Llegó”, dice uno de ellos mientras se toca el oído con su dedo índice derecho y se abre la puerta súbitamente. Adentro, sobre veinte hombres altos y rapados, portando la misma ropa que los dos de la puerta, se reúnen alrededor de una cama pequeña iluminada por una luz blanca como si presenciaran un descenso fúnebre; sus caras sin emoción, vacías. La cama es lo único que brilla en este cuartucho-estudio oscuro, caliente y húmedo. Un olor familiar y conocido se acerca, uno de cigarros y whiskey, un olor de la infancia perdida, de la prometida, de las cartas de un padre perdido.

Al reconocer mi presencia en el cuarto, el círculo casi perfecto de hombres se abre por el lado izquierdo de la cabecera de la cama y muestran el cuerpo demacrado y estirado de un hombre atado a una máquina respiradora; en su rostro veo mis propias cejas, nariz y el mismo lunar en la mejilla derecha. El olor se hacía cada vez más fuerte mientras sus hombres lo erguían para que se dirigiera a mi; su voz temblorosa, ronca, derrotada, sin vida:
“No me preguntes como te encontré. Sólo escúchame, no te vayas. Perdón hijo. Eso es todo lo que tengo que darte ahora y lo único que te debía. Entiende, tu también te hubises ido. Si te fijas, lo tuve todo. Tengo casas en cinco continentes y sobre doscientos trabajadores en cada uno, todos bajo mi mando. No hago nada, ellos mueven el producto, yo me encargo de cobrar. Quise traerte a este mundo, de veras quise, pero el dinero y las mujeres ciegan al hombre y lo hacen borrar su pasado. Me queda poco, los riñones no se hicieron para aguantar tanto abuso y la metástasis no tiene misericordia alguna. No espero que te encargues de este imperio sucio y poderoso, haz lo que quieras. Sólo quería que me escucharas, a Dios no le importa mi dinero, sólo las cuentas claras. Entiende, solo trata...”

Todos los que abordaban el tren esa noche con un joven Marcos seguirán perdiendo cada día más la fe en la raza humana y hasta en ellos mismos. Ahora que sigo tomando el tren y veo a las mismas personas y recuerdo el desenlace de esa noche de eventos inesperados puedo decir que, en algunos casos raros, existe espacio para el arrepentimiento y la resignación, por más corrupto que sea el alma y las intenciones del ser humano. En mi caso, se trató de un espacio pequeño y efímero para el perdón, o quizás aquello que sentí en ese momento fue lástima y asco por el alma de mi padre, que hoy cumple cuarenta y ocho meses de estar ocho pies bajo tierra, piedra y cemento.