5.4.06

De Fe, sushi y demencia. (2005)

Bienvenido a la demencia. Abróchate el cinturón si crees que existe algo más poderoso y grande que tú. Ya aquí se dejó de creer en eso, o quizás fue que se han olvidado de nosotros.

No acostumbraba llegar tarde a las reuniones, pero la llamada llegó a última hora. Usualmente no hacía citas con menos de dos días de anticipación, pero este nuevo cliente ofrecía dinero en grande. Se echó un último vistazo en el espejo de su cuarto que a la vez era comedor-baño-cocina. El reflejo de sus cejas recién acicaladas y su lunar negro en su mejilla derecha fue interrumpido momentáneamente por una gota y luego un chorro de agua que cayó de la bombilla que colgaba de una cadena justo sobre el espejo. Paró el vaivén de la bombilla con su mano, se quemó los dedos y maldijo. Tres segundos después la bombilla burbujeó y se apagó con una pequeña combustión.

Realmente no le importaba no parecerse en nada a la foto en su anuncio de negocios.

Marcos. Escolta masculina. 100% seguridad garantizada. Atlético. Latino. 6’2’’ 30 cintura. Foto actualizada. Llamar con anticipación.

Bajó apresuradamente las escaleras de su apartamento que lo llevarían a perderse en las calles frías de una ajetreada ciudad a finales de enero y corrió a la estación para tomar el próximo tren.

No somos muchos los que tomamos el tren a estas horas, las horas muertas, las horas en que el doctor-maestro-abogado-universitario duerme; medianoche, dos, tres, cuatro y cuarto. Estas son las horas en las que salimos a jugar, a empezar o terminar el día. Detrás de mi se sienta un guardia de seguridad; seguramente ahora entre al turno de las dos de la mañana. Parece ser el tipo de persona que dejaría, confiado, a su esposa durmiendo, quien no esperaría a que su esposo doble la esquina para llamar al hermano de éste para que esta noche la visite y le haga un favorcito...o dos...o tres. A su lado una muchacha demasiado joven, embarazada, de seguro sale de trabajar del cafetín noctámbulo más cercano. El destino quizás la hará toparse al regresar a su hogar con su suegra desmayada o quizás infartada luego de enterarse de la sobredosis que le privaría de la vida al padre de su nieto aún sin nacer a las 1:36:29a.m. en la sala de espera de un hospital vacío, frío, blanco. Tres filas más alante se sienta Pedro, o así lee la identificación ovalada en su uniforme gris de conserje. Viaja con sus manos sucias, viejas y ajuanetadas, que si pudiesen dibujarían cuadros de alfombras y butacas manchadas, condones, diafragmas y mesas con cucharas quemadas, agujas y residuos de finos gránulos blancos.

Éstos y todos los demás que ves aquí somos los que hemos perdido la fe en la raza humana y en todo aquello que se puede llamar una fuerza sobrenatural. Estamos todos aquí, vagón 98745 ruta M-17, tarifa $2.00; la mesera, el guardia, el conserje, la bibliotecaria, el vendedor ambulante...el puto.

El trastornante chillido metálico anunciaba que el tren pronto caería en reposo, y la voz ronca del operador del vagón recitó la próxima parada: Vagalia y Washington. Julio, (su nombre verdadero, ya que Marcos era su nombre profesional) salió del vagón y caminó por el andén con un único aire de supremacía, como si todo lo pudiese vencer. Quien lo hubiese visto esa noche diría que tenía el mundo a sus pies, precisamente sin saber los demonios que lo atormentan.

Se dio a la tarea de buscar el número 742 de la calle Demia. Es en este restaurante de pescado en pleno estado de putrefacción donde haría la entrevista inicial para luego trabajar con su cliente. El porqué escoger un sushi-bar como SUSHI-O en un barrio tan caliente como ése y a esas horas como punto de encuentro todavía le trabajaba por dentro. Muchas veces tuvo encontronazos con la policía o sorpresas desagradables que más de una vez lo hicieron despertar en una cama de hospital con uno o dos dientes menos. Su miedo era intenso y el frío que llevaba en su corazón más aún. Pero no era hora de ser Julio, el niño asustado que lloró a lágrima viva la muerte de su madre en brazos de sus nuevos padres sustitutos. Su nombre ahora era Marcos, escolta internacional, “dura y rinde”, la leyenda viviente. Y nada lo podía detener.

La voz en el teléfono de un hombre americano o quizás británico le había advertido llegar al restaurante completamente desarmado. Un cliente muy especial, según le aseguró el caballero de apellido Mackenzie, llevaba meses buscando a un chico como él. No se especificó en ningún momento el género de dicho cliente, ya que una de las fallas del idioma inglés es su censura a los géneros cuando se trata del sustantivo. A very important client muy bien podía ser una exitosa mujer de negocios, casada y cuarentona o un joven cosmopolita, apenas cumplido sus veinticuatro, con ansias de exploración. Realmente le daba igual negociarse a un hombre o una mujer.

La ventaja del hombre es que no gime y grita tanto como una mujer, acaba rápido y no se sobrecoge de emoción por uno; el trabajo se hace más placentero. La mujer, por otro lado, te pagará más porque querrá que la abrases cuando termines con ella.

Su muñequera-reloj negra y plata alertaba que estaba ya nueve minutos tarde para encontrarse con Mackenzie. Finalmente, entre un antiguo almacén privado en plena destrucción y una logia masónica clausurada resplandecía y chillaba una luz neón verde, naranja y amarilla. Tomó el que sería el respiro más grande que jamás tomó y haló por el frío mango dorado de cabeza de dragón la pesada puerta de madera oscura y tallada que protegía la entrada al SUSHI-O.

La primera bofetada que sintió fue la del fuerte olor a sangre de pescado. La segunda, ésta a nivel ocular, fue la penumbra en que se encontraba el restaurante. Tres filas de diez mesas estaban alumbradas por lámparas rojas de papel que colgaban casi mágicamente del alto techo de madera. A la izquierda, una pequeña barra, donde un agobiado anciano de porte oriental y largos bigotes blancos ahogaba sus penas mientras el barman limpiaba con fervor la mesa, sutilmente insinuándole que ya era hora de irse. Detrás de ésta se encontraban iluminados por una tenue luz azul botellas de todos los tamaños y formas, con licores exóticos y etiquetas en idiomas y caracteres indescifrables.

Una mujer con la cara grotescamente teñida de blanco, nariz ancha y pómulos acentuados, su pelo fuertemente amarrado a la parte de atrás de su cabeza y kimono rojo-dorado sobre su blusa y mahones, traía una bandeja hirviendo de camarones y vegetales desde la cocina, dejando a su paso una cola de vapor blanco. Como una ofrenda, deja los platos sobre una de las mesas para ser devorados por dos obesos turistas de pelo negro. Esa era la única mesa habitada en el restaurante a esta hora... esa, y la del señor Mackenzie.

Inmediatamente después de sentarse frente al caballero vestido de pantalón blanco y camisa floral gris fue bienvenido con una taza de sake humeante. Si su paranoia y desconfianza no hubiesen sido tan agudas en ese momento, hubiese pensado que era un bonito y cordial gesto de su parte. Desde pequeño ha tenido esta idea de que el mundo entero conspira para matarlo. Una mesera, esta vez de cabello rojo, su cara igual de blanca que la que lo recibió en la puerta pero con sus poros más abiertos les ofrece un aperitivo. Marcos muestra muy poco interés. Mackenzie por otro lado insiste y acto seguido ordena el salmón fresco con arroz y salsa dulce. Marcos se estrilla los dedos y evita la mirada de Mackenzie. Mackenzie sonríe estúpidamente, se reclina en su silla, pita dos veces y lo mira a los ojos.

Este tipo es uno de los que piensa que si se accede a una entrevista se debe aceptar todo lo que se ofrece. No le debo nada, no me estoy muriendo de hambre. Además, si me conociese bien sabría que no como en sitios que no conozco ni mucho menos con gente que no conozco. No sería la primera vez que intentan envenenarme, no sé que sacan con eso, no se por qué lo hacen. No se qué quiere aparentar este gringo ante mí y ante todos. Puede engañar a todos pidiendo platos finos pero a leguas se le ve la costura. Su reloj es claramente una imitación y el sonido del segundero ya está volviéndome loco; un reloj suizo auténtico es totalmente silencioso.

Es como la gran mayoría en esta ciudad, viviendo para aparentar. Es una enfermedad, una condición que llega a nivel comercial. Vale la pena sólo mirar a las meseras en este restaurante, sus kimonos rojos, su maquillaje, su colorete, su falso acento… ni una de ellas es oriental. Que obsesión con recrear algo tan ajeno y tan distante del cual no se sabe absolutamente nada, excepto lo que vemos en animes y en kung-fu flicks. Son falsas, como esta maldita ciudad, la gran metrópolis, la súper ciudad…su seno ya cansado, viejo, corrupto, sucio.

Mackenzie ofrecía unas cifras de dinero con las que Marcos jamás se había topado. Su cliente en cambio sólo pedía una noche entera con él antes de partir en un largo viaje. Recalcó esta vez que llevaba tiempo buscándolo y tendría que acceder para que fuese al fin feliz. Prometió que no se arrepentiría, y le exhortaba a no rechazar esta oferta.

A todos nos gusta prometer. Prometemos desde chicos y es desde chicos que aprendemos a romper estas promesas. Mackenzie promete que no me arrepentiré. Promesas al fin… como las que se hacen antes de trabajar, “si estoy limpio, no hay porque usar condón….me saldré antes” mientras enseño mis resultados negativos falsos. Promesas, como la de un padre que abandona a su hijo y a la madre de éste al borde de la demencia y el alcoholismo crónico y enfermizo y dice que muy pronto volverá. La promesa de un padre a su hijo escrita en una carta con matasello sudafricano que ofrece buscarlo, y recorrer el mundo con él, dice que todo estará bien, que pronto lo rescatará de las garras de su madre desquiciada. Es por promesas como las de mi padre que esta nueva raza de humanos no alberga espacio para ellas. Por eso es difícil creer en ellas, aún vengan del mismísimo Dios. Por eso es tan fácil romperlas.

El acuerdo entonces consistió en pagarle en ese momento la mitad del dinero y luego la otra mitad al terminar con el cliente. Mackenzie accedió, aunque un poco titubeante y salieron del establecimiento para abordar un auto largo, negro y lujoso estacionado frente a la entrada del SUSHI-O que lo llevaría a conocer a su very important client. El camino fue decorado de paisajes citadinos oscuros y borrosos por la lluvia y la velocidad y la música de Frank Sinatra a principios de su carrera de fondo.

El auto se aproximó lentamente al edificio B de un complejo de vivienda en el suburbio de la ciudad. Frente al edificio se encontraban estacionados alrededor de diez autos, todos iguales al que transportaba a Marcos en ese momento. Con extrañeza y miedo disimulado cierra la puerta del pasajero al bajarse y se dirige, según las instrucciones de Mackenzie, al apartamento 54 en el quinto piso.

Me tiene pinta de bichote éste, pero de los grandes. Dos hombres engabanados, con una ancha banda gris en su brazo izquierdo, gafas oscuras y auricular que cuelga hasta uno de sus bolsillos de su traje hacen guardia de pie en la puerta del 54. “Llegó”, dice uno de ellos mientras se toca el oído con su dedo índice derecho y se abre la puerta súbitamente. Adentro, sobre veinte hombres altos y rapados, portando la misma ropa que los dos de la puerta, se reúnen alrededor de una cama pequeña iluminada por una luz blanca como si presenciaran un descenso fúnebre; sus caras sin emoción, vacías. La cama es lo único que brilla en este cuartucho-estudio oscuro, caliente y húmedo. Un olor familiar y conocido se acerca, uno de cigarros y whiskey, un olor de la infancia perdida, de la prometida, de las cartas de un padre perdido.

Al reconocer mi presencia en el cuarto, el círculo casi perfecto de hombres se abre por el lado izquierdo de la cabecera de la cama y muestran el cuerpo demacrado y estirado de un hombre atado a una máquina respiradora; en su rostro veo mis propias cejas, nariz y el mismo lunar en la mejilla derecha. El olor se hacía cada vez más fuerte mientras sus hombres lo erguían para que se dirigiera a mi; su voz temblorosa, ronca, derrotada, sin vida:
“No me preguntes como te encontré. Sólo escúchame, no te vayas. Perdón hijo. Eso es todo lo que tengo que darte ahora y lo único que te debía. Entiende, tu también te hubises ido. Si te fijas, lo tuve todo. Tengo casas en cinco continentes y sobre doscientos trabajadores en cada uno, todos bajo mi mando. No hago nada, ellos mueven el producto, yo me encargo de cobrar. Quise traerte a este mundo, de veras quise, pero el dinero y las mujeres ciegan al hombre y lo hacen borrar su pasado. Me queda poco, los riñones no se hicieron para aguantar tanto abuso y la metástasis no tiene misericordia alguna. No espero que te encargues de este imperio sucio y poderoso, haz lo que quieras. Sólo quería que me escucharas, a Dios no le importa mi dinero, sólo las cuentas claras. Entiende, solo trata...”

Todos los que abordaban el tren esa noche con un joven Marcos seguirán perdiendo cada día más la fe en la raza humana y hasta en ellos mismos. Ahora que sigo tomando el tren y veo a las mismas personas y recuerdo el desenlace de esa noche de eventos inesperados puedo decir que, en algunos casos raros, existe espacio para el arrepentimiento y la resignación, por más corrupto que sea el alma y las intenciones del ser humano. En mi caso, se trató de un espacio pequeño y efímero para el perdón, o quizás aquello que sentí en ese momento fue lástima y asco por el alma de mi padre, que hoy cumple cuarenta y ocho meses de estar ocho pies bajo tierra, piedra y cemento.