5.4.06

Un asientito, un asientito. (o la invasion a la guagua T-15) (Marzo 2006)

Como decía Murphy, todo lo que puede salir mal, saldrá mal. Terminando la monografía de Educación Física sobre Konstantin Vas Dϋßussentenklinoff y su aportación al ping-pong de mesa para las Olimpiadas Especiales del 1967, Ángel decidió guardar su trabajo en su USB 2.0 Mini Drive, pero el mensaje de error le advirtió que no había espacio suficiente.

-¡Puñeta!
-¡SHHHHhhhhhhh!
(Porque al no tener computadora, estaba en una biblioteca bicentenaria con tres computadoras amarillentas que sólo tenían Wordpad y Minesweeper, y la única debilidad de la Super-Bibliotecaria Teresa era el sonido y las malas palabras. Además, ya era hora de comprarse uno nuevo, y de una vez se compraba par de DVD’s para que Ronnier le bajara par de pornos, bendito, porque sin computadora y sin carro, lo que le quedaba eran las pornos.)

Por eso, que sin carro, decidió aprovechar que las guaguas no habían subido todavía y seguían al precio bajo de $4.50 por viaje. Como siempre, no tuvo que esperar mucho, ya que regularon el servicio y ahora sólo tendría que esperar una hora y media en vez de las cuatro horas que solía esperar. También remodelaron las guaguas, ahora eran más espaciosas; quitaron asientos y pusieron más anuncios de Dentyne Ice y maquinitas de Pepsi.

Después de ver pasar bajo el sol (porque los asientos con sombra los tenía ocupados una señora con rolos y mil bolsas de Capriladefensaraverainbow-walgreenspepeganga) las guaguas M-3, A-12, H-4, WW-2, M-3, S-666, M-3 (de nuevo), D-2, A-quependejotevesesperando, llegó la T-15 y para sorpresa de Ángel, iba vaciíta. Luego de darle los buenos días al chofer por estar de tan buen humor, escogió uno de los asientos del frente. Estaba friíto y cómodo. Tan cómodo que como sabía que faltaba mucho para llegar a la tienda, se echó una siestesita.

Cuando despertó con un jamacón del guaguón, estaba rodeado de un poco más de gente, un poco más avanzados en edad que él, y una muchacha escuchando su i-Pod. Al parar entraron dos viejitos, de lo más bellos ellos, agarraditos de las manos ellos, ayudándose a subir. Mostrando sus identificaciones de descuento como medallas bélicas, comenzaron su marcha pero los interrumpió el chofer:

- Un asientito mi gente, un asientito para esta bella quinceañera y su pretendiente. (Una risa a medias, otra sin dientes.)

i-Pod Girl y Ángel se miraron a los ojos… un duelo de 5 segundos…



Ella le torció los ojos y miró por la ventana con una sonrisa malvada.

- Fucking bitch….

Pensó él, y cortándole el cuello, arrancándole el pelo, sacándole los ojos y apuñalándola con la mirada se movió unas cuantas filas atrás.

Próxima parada: más viejitos, más rosarios, más bastones. A los jóvenes poco a poco los fueron desplazando, y sin darse cuenta los quinceañeros honorarios (cortesía del maravilloso e ingenioso chofer) ocupaban ya la mitad de la guagua. No se veía nada hacia el frente, sólo se escuchaba el asientito por favor, asientito por favor si son tan amables del chofer-boy-scout frustrado. Dos paradas más: ya habían ocupado tres cuartas partes de la guagua. Ahora los jóvenes estaban todos parados, unos entre y sobre otros, pegados al panel de formica que dividía el motor de los asientos. Empezó el calor, la confusión y ahora Ángel sólo veía mochilas, nalgas, mahones, moños, ni el techo veía, ni el tubo de agarrarse ni mucho menos el cordoncito que hacía tin y te pedía la parada. Gemidos y quejidos, un asientito, y más quejidos. Las mujeres se sobaban el pelo por el calor, se habían hecho de pantalones largos mini faldas y los hombres se quitaban las camisas que se amarraban como bandanas a la cabeza. Si el infierno fuera un video de reggaeton, estaba ahora pagando por todos sus pecados.

El calor y el olor a Vics y a crema Maslac eran ya insoportables, y al ritmo de un asientito, un asientito i-Pod Girl no tuvo otra opción que colgarse de uno de los tubos de mano con sus audífonos y quitarse la vida. Desesperados, muchos optaron por romper las ventanas y pasar a través de los vidrios rotos al exterior. Oscuro, confusión, sólo se escuchaba el crujir de cristales, gemidos. Mientras todos sudaban, apestaban, sangraban y desmayaban pegados al fondo de la guagua, los viejitos, añoñados por su gran anfitrión y chofer, vestían de gala: los hombres con cola de pingüino, las mujeres con trajes negros a lo 1920 y perlas blancas mientras su excelentísimo chofer (con traje de azafata de primera clase) iba por todos los asientos ofreciendo finger sándwiches, galletitas Melba con creamcheese y salmón; habanos para los hombres, Chardonnay para las mujeres.

De pronto se sintió un cambio en temperatura. Una mujer encontró, cerca del alfombrado debajo del último asiento, una puerta con más espacio, e invitó a todos a escapar. Un patito (o para caer bien, un homosexualito, porque realmente, era flaquito y bajito) se contentó muchito y aplaudiendo tres veces con las yemas de los dedos y sonriendo, la felicitó como sólo él podía y sabía hacerlo:

-¡¡¡EEELLLAAAAAAAA!!!

Ya todos los exiliados, habiendo pasado por la puerta secreta, tuvieron que detenerse un momento, asombrados, sin palabras. Frente a ellos se revelaba un enorme complejo de proporciones bíblicas, toráhnicas, coránicas. Estaban todos en la cima de una gran escalera metálica que en espiral bajaba cientos de pies, quién sabe si más. El olor a azufre lo abrumaba todo, el calor era insoportable, era infernal, era Dante, era un mundo que hacía funcionar al gran motor que flotaba sobre todo, en el centro, y al cual se conectaban miles de calderas donde 10 hombres (¿eran hombres?) echaban carbón y madera al fuego. Estaban ya tan negros, tan quemados, que eran realmente irreconocibles. Repentina y violentamente la escalera se movió (era eléctrica) y los transportó hasta el fondo de las calderas, y muchos fueron llevados por brazos mecánicos gigantes que no parecían tener inicio. Mujeres gritaban, hombres lloraban, golpeaban los brazos de metal mientras el motor de la guagua T-15 capturaba más almas para que lo alimentaran.

El patito, la mujer y Ángel se escondieron detrás del cuerpo desmayado de uno de los exiliados y vieron cómo, en lo más alto, familias enteras vivían prisioneras al ritmo del motor gigante que como un tambor sonaba donDONdondonDONdondon; cómo no tenían ojos sino placas de metal con unos números y símbolos que ninguno de los tres pudo descifrar. Hileras e hileras de viviendas (¿cárceles?) rodeaban el motor, el núcleo, y se perdían en todas direcciones.

Encontraron un hueco en una pared cercana, una entrada oscura, y la mujer prendió su celular con linterna integrada para ver. Cientos de esqueletos humanos, todos contorsionados, desfigurados, separados en sus muchas partes (algunos aguantándose las cabezas y los rostros) forraban las paredes y el techo de la cueva. Entre un fémur y una cadera, Ángel logró percibir un pequeño escape de luz. La mujer y el patito lo siguieron e intentaron abrir el hueco. El amontonamiento de huesos cedió, hubo polvo y la cueva se llenó de luz. Para la gran sorpresa de los tres la luz venía de la carretera; estaban cerca de una de las ruedas de atrás de la T-15. Miraban fijamente el asfalto mientras rodaba debajo de ellos, se movía a la izquierda, rodaba con más velocidad, deceleraba, se movía para la izquierda…y esperaban… Cuando finalmente sintieron que la T-15 deceleró por completo y paró, no lo pensaron dos veces y a la cuenta de tres uno a uno se tiraron por el hueco y rodaron debajo de la guagua hasta salir de debajo de ella.

Los carros detrás de la T-15 frenaron, bocinearon, maldijeron, esquivaron, chocaron, siguieron. Los peatones en la acera miraron con asombro como un autobús era capaz de cagar a tres seres humanos. Sediento, Ángel cojeó con dificultad hasta la acera, hasta un banco donde podía sentarse y limpiarse toda la grasa y el sudor. Ya con su respiración estable, vio como se alejaba la T-15, ahora con cortinas en las ventanas, que hechadas para un lado mostraban a los invasores sentados en una larga mesa, mientras que a su cabeza el chofer (con una gorra que decía Vietnam Veteran) dirigía el primer juego de Bingo sobre ruedas. Muy emocionado y sin dirigir la guagua, que ahora se movía sola, le daba vuelta a la tómbola y sacaba un numerito.

Ángel se levantó, miró sus alrededores con pánico y reconociendo dónde estaba, no tuvo otra opción que volverse a sentar, apretar los puños contra su frente y cerrar los ojos.

-¡MIERDA!